lunes, 28 de marzo de 2011

Nuestro Atentado Poético 26/3/11 APV2011


Abraham Pérez, Iván Corona y Aryam Ladera recitando poesía (propia y ajena) desde Caracas.

jueves, 12 de agosto de 2010

.::Ensayos::. a propósito de "La supersticiosa ética del lector" de Jorge Luis Borges

“Los escritores contemporáneos no se leen entre sí, se vigilan.”

Juan Pablo Gómez

Si podemos suponer que el estudioso de las letras se aproxima a la literatura con alguna intención, podremos decir entonces que cualquiera que esta sea, podría estar directamente motivada por la fascinación hacia la palabra; la palabra y su sublimación. ¿Está definitivamente nuestra palabra fascinándonos en la actualidad? Esa es una de las cuestiones que Borges nos plantea en su ensayo sobre “La supersticiosa ética del lector”. La respuesta a esta interrogante no es simple porque como lectores debemos constantemente preguntarnos qué es aquello que resulta imprescindible para nosotros, cuáles son nuestras expectativas, qué es… ¿¡inaceptable!? Borges plantea también que este lector se está yendo por las ramas, son unos personajes que constituyen, más que lectores, la columna vertebral de una crítica irracional moderna que está dejando de preguntarse qué demonios quería decir el escritor. Ellos parecieran estar posesos por el delirio maniático y persecutorio del uso adecuado de un punto y coma y un no-sé-qué que pareciera confrontar a su idea de la perfección estilística. Y sí, vigilan la escritura de cualquiera e incluso en ocasiones ni siquiera emiten el juicio de que esto o aquello apesta luego de haberlo leído sino muchísimo antes cuando una voz supra-humana les dijo algo como: “este mengano no podría escribir bien.” ¿Será entonces tan difícil para todos los que nos dedicamos a explorar un texto, hacerlo desde el punto de vista donde es éste nuestro trabajo? ¿Será tan difícil abandonar esta absurda predisposición a execrar las letras ajenas sólo porque sean ajenas? ¿Todo esto porque sus vocecitas de pseudo-críticos les dijo casi: “este es un infrahumano.”?

Debemos hablar también de que Borges además nos señala que de ningún modo se está planteando una pérdida del lenguaje trabajado para el mundo de las letras donde no necesitemos apegarnos a una normativa básica sobre los principios de la escritura. Pienso que si estamos en esto es con intención de llevarlo a la realización decente y respetable mas no hasta el absurdo punto de sacrificar la emoción o la idea ante el ideal estilístico de este lector invasivo del que Borges intenta advertirnos.

El fenómeno lo plantea Borges de manera tan irónica y lograda que verdaderamente es poco lo que podemos agregar desde la perspectiva de un inofensivo estudiante de Letras, pero podremos sin duda prever, en estos momentos en que cuesta tanto ir “desarmado” a ese fenómeno de la aproximación, otro de los planteamientos que Borges nos hace: “la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse en la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.” ¿Llegará de verdad ese momento en que socavemos tanto nuestras páginas, donde tanta sea la pulitura que se transforme en mero desgaste? Supongo que debemos quedarnos pidiendo otro café mientras meditamos si Willie Colón tendrá razón sobre aquello que nos dice en su “Oh que será”:

“Yo creo en muchas cosas que no he visto, y ustedes también, lo sé.
No se puede negar la existencia de algo palpado por más etéreo que
sea. No hace falta exhibir una prueba de decencia de aquello que es
tan verdadero. El único gesto es creer o no. Algunas veces hasta creer
llorando. Se trata de un tema incompleto porque le falta respuesta;
respuesta que alguno de ustedes, quizás, le pueda dar.”

-Marrón claro, por favor.

.::Ensayos::. a propósito de "La Lengua del Corazón" de María Fernanda Palacios

"Si (como el griego afirma en el Cratilo) el nombre es arquetipo de la cosa en las letras de ‘rosa’ está la rosa y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.”

Jorge Luis Borges- El Gólem-.

María Fernanda Palacios en su ensayo “La lengua del Corazón”, nos plantea que por un poder excesivo que se ha conferido a la palabra, se ha empobrecido nuestra experiencia de la lengua. Esto nos lleva a pensar que por lo tanto se han perdido muchos atributos que enriquecen nuestra expresión (el poder de la connotación, el poder para detectar la ironía y el de leer entre líneas entre muchos otros) Pudiera ser que la causa de este raquitismo de la enunciación se deba a que el lenguaje ha adquirido una impermeabilidad y nuestro discurso ha perdido esa visión periférica y la articulación se ha visto tristemente hipnotizada por la visión tubular de una modernidad que ha destruido la sustancia del lenguaje.

Cuántas veces es probable que hayamos encontrado un sentimiento de vergüenza ante nuestras humildes facultades imaginativas y ante la reflexividad. Esta fuerza que a través de las ideas nos propone acudir a nuestro probable futuro convirtiéndonos en aprendices de profetas por defecto. Ese sobrenatural atributo que nos lleva también a las reminiscencias de nuestros días de infancia y a los rincones de nuestra meditación donde reverberan en el pensamiento las nuevas sentencias que fraguamos. Sí, lamentablemente nos podría avergonzar porque de manera feroz los espacios del pensamiento han sido carcomidos por esta vida moderna que ya no quiere albergar estas “gentuzas” que andan como cavilando mucho para ser apreciados como un factor imprescindible dentro de nuestra sociedad. Lamentablemente nuestro entorno no ha admitido una utilidad dentro de lo que implica esa palabra gustosa a la que se refiere María Fernanda Palacios en su “Sabor y saber de la lengua”.

Hay una frase en su ensayo que integra considerablemente, quizá el argumento más preocupante: “La imaginación ha quedado relegada al jardín de infancia, a las clínicas psiquiátricas o a los talleres de poesía.” Esa indigencia de nuestra lengua de la que hablan tanto ella como Jorge Luis Borges que nos hace sentirnos estos poetas con los que Platón no quiere convivir nunca más. Sin embargo; hay una pulsión natural, cuando se padece (porque se padece) de esa sensibilidad especial hacia nuestra lengua que nos impulsa a ir al rescate de nuestros tan amados verbos. Por otra parte, María Fernanda Palacios nos expone que no es ese el propósito fundamental de su planteamiento sino, en cierto modo, el rescate de nosotros mismos: “La frontera de la que hablo está en nosotros, el basurero que digo es el que a diario llenamos con nuestros despojos vitales. Llegar hasta esos desechos es el trabajo que tenemos por delante, porque desde ahí es que podremos encontrar la pasión necesaria para habitar de nuevo las palabras.” Aunque pareciera ser una frase sin demasiada concreción, alberga una idea (o ideal) que requiere que, en este sentido, podamos asumir que debemos deshacernos de esa especie de pena que da el hábito de la reflexión, del embellecimiento de la palabra y de esa eterna excavación del pensamiento en oposición a esa automática posesión de un discurso estereotipado y reducido por las costumbres sociales que cada vez más nos advierte sobre la fugacidad y futilidad de los instantes del momento de nuestra lengua que nos tocó vivir. Así esto nos exhorta a que acudamos a nosotros mismos. De otro modo, ese “basurero” se estaría continuamente llenando de momentos que no podremos libertar para morar en esa sensibilidad que tenemos hacia nuestra propia voz.

Experimentación, juego, resonancia. Estas palabras podríamos aunarlas en este concepto de la reflexividad. Esto quiere decir que es a través de este juego con el pensamiento y de estas constantes permutaciones de las letras es que encontraremos ese sentido primordial y la pasión que tanto ha perdido nuestra lengua. Es tan sencillo como que tristemente ya la mayoría de los seres humanos no se están deteniendo a pensar porque sencillamente no hay tiempo y más que tiempo no existe el espacio de la conversación reflexiva, nuestra vida ha sufrido la irrupción de tecnologías como el teléfono; luego el celular, en consecuencia el fatal mensaje de texto que reduce nuestro amor, añoranza, compromiso, humor y pensamiento a sólo unos pocos caracteres y nos han alejado además de la visita al amigo, de la epístola manuscrita, del almuerzo en familia, y en preocupantes casos, hasta de la conversación en la cama. De tal manera, también en muchos sentidos, de la belleza que implica compartir un idioma, una cultura y una lengua porque a duras penas se comparte.

¿Qué más da? No será muy ortodoxo pero al menos aún tenemos unos aparatos sociales que conocemos como bares que nos permitirán (si la música no es muy alta) rescatar con uno que otro amigo algún momento donde predomine la desinhibición que nos proporcionan nuestras cráteras repletas de ambrosía y sea posible al fin hablar, paradójicamente, sobre lo que pensamos. Aunque no siempre al otro día recordemos mucho del resonar de nuestra lengua.

“Oídos con el alma, / pasos mentales más que sombras, / sombras del pensamiento más que pasos, /por el camino de ecos/ que la memoria inventa y borra: / sin caminar caminan/ sobre este ahora, puente/ tendido entre una letra y otra. […] El sol abre mi frente, / balcón al voladero/ dentro de mí.”

Octavio Paz - Pasado en Claro- (Fragmento).

.::Ensayos::. Abracadabra

A B R A C A D A B R A
A B R A C A D A B R
A B R A C A D A B
A B R A C A D A
A B R A C A D
A B R A C A
A B R A C
A B R A
A B R
A B
A

“En el principio era el verbo, y el verbo era con Dios, y el verbo era Dios.”

Juan 1:1

En torno a la palabra debe existir una verdadera mística, una emanación, algo inexplicable y totalmente sobrenatural que solamente nos permite intuir que hay una confluencia; una correspondencia universal para que al ser pronunciado el verbo, se convierta en potencia, represente un poder y una magia. Es la invocación de todo, o al menos, de casi todo lo existente. No seremos cabalistas, pero somos, en tanto somos humanos, unas criaturas susceptibles a la energía más grande que podemos reconocer e incluso cifrar de Dios: El Amor.

“Una de las indigencias de nuestros días es la que al amor se refiere. No es que no exista, sino que su existencia no halla lugar, acogida, en la propia mente y aun en la propia alma de quien es visitado por él… En el ilimitado espacio que, en apariencia, la mente de hoy abre a toda realidad, el amor tropieza con obstáculos, con barreras infinitas. Y ha de justificarse, y dar razones sin término, y ha resignarse por fin a ser confundido con la multitud de los sentimientos o de los instintos, si no acepta ese lugar oscuro de “la libido”, o ser tratado como una enfermedad secreta, de la que habría que librarse. La libertad, todas las libertades no parecen haberle servido de nada. La libertad de conciencia menos que ninguna, pues a medida que el hombre ha creído que su ser consistía en ser conciencia y nada más, el amor se ha ido encontrando sin “espacio vital” donde alentar, como pájaro asfixiado en el vacío de una libertad negativa.”1

1. María Zambrano - “El Hombre y lo Divino”. (1955) p.256

Así, encontramos que la palabra, el amor y lo místico podrían moverse por un mismo carril, un camino de la expresión y la elocuencia que, al menos para aquel que pretende aproximarse a su realización digna (porque somos humanos y es demasiada pretensión aspirar a una verdad absoluta, al conocimiento pleno o la palabra perfecta que nos describe Borges) sólo es un mero roce, un camino de resplandores saharauis por demás confusos que sólo nos permiten atisbar con teorías, planteamientos, sentimientos y cosas parecidas a las verdades. Con esto intento decir, que nuestras limitaciones terrestres llegan tan sólo hasta esa frontera que trasciende lo nocional conocida como amor. No podemos llegar a ser portadores de la omnipotencia sino a tener un dejo de divinidad que, por lo general, es manifestación de una carencia de modestia. Pero, a fin de cuentas, somos humanos, de modo que esa arrogancia también debe estar implícita en nuestra naturaleza. Hay demonios difíciles de controlar, pasiones que dominar, cosas que trascender pero jamás dejaremos de ser marionetas del amor. El amor cuando llega nos golpea, nos tumba, nos hace sangrar y padecer de un secreto placer (por el golpe). Se trata de la pasión: una curiosa mezcla de éxtasis, placer, angustia, fugacidad, ensoñación y gravitación mientras se permanece en el suelo.

De modo que llegando a esta resolución, sabremos que hay una pulsión patética natural en todos nosotros, la lógica es entonces la manera en que humildemente aliviamos nuestra herida, de esto proviene que se nos dé tan bien el gesto de la crítica.

En su ensayo, “Críticos y amantes” María Fernanda Palacios nos habla de una imposibilidad para acercarnos amorosamente a los textos, en cierta medida, esta es una imposibilidad autoimpuesta al amor. Los espacios para que esta condición de amante fluya están siendo cada vez más limitados y a causa de esta falta de fervor y pasión se está volviendo la relación con nuestra lengua tan insoportable como un matrimonio obligado, como sexo sin amor, o como las papas sin sal. María Fernanda Palacios en su ensayística nos ofrece toda una gastronomía y me parece adecuado porque cuando hablamos de nuestra lengua estamos hablando de nuestro sentido del gusto. ¿Qué está ocurriendo con estas palabras que dan gusto? Cómo es que al contemplar esa “comida” nuestra, nos estamos topando con el mismo banquete con que se topa, quizá, todos los días un prisionero. ¿Dónde recae la responsabilidad de esa pérdida de gusto? Podríamos pensar que esto se deriva de este fenómeno de dejar al amor sin espacio, tan relegado que no sea confesable, y nos estamos olvidando de que es un elixir tan beneficioso como es el agua y que nuestra pasión es a nuestras letras como son las especias y los condimentos a nuestra comida. Estamos perdiendo de vista el maridaje de nuestras letras.

Propongámonos el siguiente experimento: Primero, hagamos una pasta Vermicelli en casa; sin sal, sin aceite de oliva, sin mantequilla; sin nada. Luego, cuando esté al dente podremos colocar el contenido en un plato, preferiblemente muy hermoso y después acercaremos lo suficiente al plato como para ver eso y no más y nos dispondremos a contemplar la desnudez de la pasta. Después de someternos al escrutinio de estas bellezas filiformes por un margen de algunos minutos, veamos cuántos de nosotros querremos comerla, así, sin nada.

En gastronomía, existe una condición especial para la presentación de un plato: obligatoriamente todos los ingredientes deben ser comestibles. No hay lugar para plásticos, no existe el ornamento no degustable. De modo que, para que exista un embellecimiento del plato se debe aplicar mucha pasión, para experimentar con sabores diversos, distintos colores, infinidad de texturas; se entra en comunión con los aromas y se resaltan los sabores, se expone una combinación cuasi-perfecta que se supone que debería resultar reconfortante.

¿Por qué si no nos resignamos a quitarle a la comida venezolana su sabor (ají, limón, sal, ajo, tomate, cebolla, y cilantro), convivimos con estas letras tan insípidas? Si vamos a regodearnos en nuestra cotidianidad, nuestra televisión, nuestro transporte, con nuestra gente, si en cierto modo de eso se está alimentando nuestra vida, por qué la deficiencia de estos espacios que nos incitan al deleite de esa “sustancia adherente” que nos refiere María Fernanda Palacios de Lezama Lima. ¿A dónde hemos arrojado la resonancia de nuestra lengua?

No quisiera denotar demasiado el asunto de la crítica, creo que Borges ha hecho un excelente trabajo con su “Supersticiosa ética del lector” y Palacios lo refiere también en “Críticos y amantes”. El problema que se nos presenta con esa crítica de actitudes burlescas y sobrada arrogancia, es que ya se está extinguiendo la capacidad para abordar el texto sin mayores pretensiones, libre de esa búsqueda de “tecniquerías” de las que alguna vez habló Miguel de Unamuno. De modo que el remanente que nos queda, es un gesto; un gesto crítico, un gesto amable, un gesto amoroso. Un gesto que se debe entrelazar con el amor para que la exploración del texto de haga bajo la premisa de una cierta empatía que está perdiendo sus espacios, el gesto debe ser el de no violentar la pureza del texto, de alguna forma, esto representa no violentar nuestras conversaciones sino hacerlas agradables, nutritivas, con gusto.

Cuando hablamos de amor hablamos de un todo que no tiene fronteras, hablamos de cuerpo, de sabores, de saberes; de conocimiento. Un conocimiento del orden de Pathos, una especie de fe que radica en la mística y en lo sobrenatural. El amor es una especie de poder que conviene aprovechar. Los diversos embates del destino, que conforman nuestra experiencia nos harán eventualmente desarrollar un tipo de intuición especial para encaminarnos en la senda de la reivindicación de nuestras letras. Incorporar nuevos sabores a nuestra mesa verbal es un asunto de meditación y de entrega hacia la reflexión. Una adecuada atención a nuestra experiencia donde la modestia juega un papel fundamental, hace falta mucha humildad para poder continuar en el camino del aprendizaje de nuestra lengua. Debemos acondicionar un espacio para el reconocimiento de la belleza y para su invocación, ya que no es un asunto que pase de moda, sino más bien una cuestión que se ha ido atenuando en nuestras conversaciones, al punto donde la belleza de nuestros mitos occidentales se pierde de vista en el apabullante mundo de la cotidianidad que vivimos. Cada vez es menos permisible el llanto, y más nos administramos las sonrisas. Ya las “Medeas”, los “Edipos” y las “Antígonas” han quedado circunscritos a titulares de diarios de bajos fondos y a los más infortunados estratos sociales. Serán horribles sus realidades, pero eso nos señala un predominio ilógico de la razón sobre la pasión en la mayoría de los ciudadanos y en la mayoría de los entes a quienes corresponde la promoción de nuestras letras. Al visitar un barrio caraqueño nos preguntamos qué ocurre con esa gente que anda tan feliz, en tan hostiles ambientes bebiendo en las entradas de sus precarias casas, sonriendo, visitando y haciendo las preguntas que cada vez menos podemos escuchar: ¿Cómo te sientes? ¿Qué te pasa? Y hasta el ¿Cómo estás? de procedencia sincera que no aspira sino a tener una respuesta del corazón.

En las avenidas de nuestra ciudad, en nuestro metro y en nuestras plazas ya nadie nos sonríe, es más extraño el “¡Buenos días!” es más raro el gesto amable, no quedan muchos espacios para la efusividad y el frenesí; se prolifera el gesto adusto y la hiel en nuestros rostros porque cada día es más lejana la pasión: nuestra forma natural de amar. Nuestra esperanza estará entonces en esculpir estos momentos verbalmente inolvidables, para evitar que nuestro alimento único sea la dieta de nostalgia a que nos condena nuestro tiempo. Así creeremos en la belleza, en el amor y en la pasión aunque no siempre lo veamos a los ojos.

.::Ensayos::. Tiempos Violentos

“Este mundo exclamará por siempre la película que vi una vez
y este mundo te dirá por siempre
que es mejor mirar a la pared.”

-Carlos Alberto García Lange-

Hay unos tipos que salen con esperanza a las cinco de la mañana, unos tipos insomnes que se han cansado de su balcón y protegen del tiempo los últimos cigarrillos amorfos. Guardan la ilusión de que la contemplación del domingo a las cinco de la mañana sea diferente de la que hacemos el resto de los días. El domingo tiene un valor especial, que está subvalorado porque en pleno amanecer es, en su inmensidad, mayormente vacío. ¿Es así?

La ciudad está deshabitada parcialmente, el rumor de los autos es escaso y asemeja a las olas del mar. Los contempladores observan con cuidado y curiosidad la breve inutilidad de los semáforos. Los sitios por donde caminamos constantemente se reescriben, cambian nuestros gestos y nos permiten andar por ahí, fluyendo con el rayar del alba, observando con asombro anuncios publicitarios que gritan: “Keep Walking.” Así realizamos nuestro sorprendente paseo, sorprendente porque nos mezcla con las frecuentes mutaciones de nuestra ciudad; lo que estaba acá ya no está, en lo que estaba hay otra cosa, y si no hay nada, está el sentimiento que obliga a la gracia a copular con su enemiga desgracia, sentimiento llamado nostalgia.

Conforme damos cada paso, se esfuma el segundo del que sólo tendremos memoria, memoria que para nosotros será televisiva, quizás televisada; cinematográfica. Lo que nos queda de nuestros momentos es esa voz que nos grita: está esto, está aquello, me hace falta lo otro… Por los ojos se nos escurre el alma desesperada pensando: Esto no volverá. Damos tumbos de preocupación. Más adelante, enmarcados por los árboles de la ciudad, verdor cuya magnificencia es generalmente ignorada, menospreciada, quizá sonreímos por un sentimiento agradablemente familiar que nos dice: vendrán tiempos mejores. La falta de certeza nos deja impreso en el rostro el gesto de la resignación, del ir conforme se nos coloca el camino delante. Nuestra expresión no es particular; vestimos con orgullo la cara, manos y pies que nos fueron asignados en la repartición de cuerpos, seguimos caminando y quizás en ese sol 8:00 a.m., platónico (de plato, no de Platón) germina una vez más en nuestro espíritu el irreductible e inadvertido sentimiento de la melancolía, pero, ¿A quién podríamos engañar poniendo este asunto como sorprendente y novedoso cuando alguna fuerza nos sacó de casa a las cinco de la mañana para fumar un cigarrillo acechando el amanecer?

Caracas tiene muchas particularidades. Mirarla es agradable. Hemos desarrollado una especie de gusto por la observación de todos sus fenómenos, desde las avenidas que huelen a bosque, hasta los sectores humeantes de la Baralt. Hemos aprendido a disfrutar tanto del café por allá como por acá porque se ha desarrollado una fascinación por todo lo que es la ciudad, por los miles de países que están integrados en ella. Por todo lo que ella representa. Sus calles nos cuentan la historia de miles de personas, tanto de los que tienen pasión por las artes y los lugares sibaritas, como de aquellos que extienden la mano pidiendo limosna. En una misma ciudad están el motorizado enflusado, el motorizado con camioneta último modelo y el de a pie, el contemplador.

Así, conforme imprimimos nuestros pasos, vamos creando nuestra propia historia, haciendo registro de ella mientras probablemente somos además los observados, esa es una de las historias que tenemos para contar.

Caracas es una ciudad ambivalente, por una parte muy amable, por otra, muy violenta. Peor que ver un titular que diga: “Linchado, quemado y arrastrado violador de niñas adolescentes”, es ver a la caterva que lincha, quema y arrastra al tipo. En Caracas esto es posible.

Las anécdotas del Caracazo son infinitas, mientras unos cuentan cómo corrían por la avenida Nueva Granada, literalmente, sobre los cadáveres esquivando balazos intentando salvar sus vidas, otros cuentan sobre la desesperación que reinaba esos días ante el desabastecimiento. En los sectores más necesitados las madres cuentan cómo hacían sopa con los periódicos para poderle dar una especie de sustento a sus familias. Miles se aproximaban a los establecimientos comerciales buscando desesperadamente alimentos, acá a eso se le llama saqueo. Lo recuerdo especialmente porque llegó mi hermano ese día a la casa, cargaba unas cajas con gesto de “estamos salvados”, y con un amigo, decidió abrir la caja en busca de algún preciado manjar, dentro de la cajas lo que los esperaba eran cientos de botellas de salsa inglesa con las que supongo mi familia hizo la comida de una década.

Es una verdadera lástima que el provecho que se le saque en este país a toda esta anecdótica, sea tan paradójicamente escaso a nivel cinematográfico, pues tenemos miles de versiones de Pulp Fiction, quizá alguna especie de desconocida versión de Natural Born Killers andando en este instante, por ahí en el anonimato. No tenemos una forma certera de saber qué demonios pasa en esta ciudad, ni tampoco por qué tanto nos fascina. Lo que nos queda es abrazarla tal como es, no podemos negar cuanto nos gusta. Quizá, en domingo pueda tranquilamente dársele la espalda para contemplar “El Ávila”, disfrutar un poco de ese vértigo verde, mientras viciosos nos aferramos a la nostalgia y a un cigarrillo. Quizás alguien nos esté observando.