jueves, 12 de agosto de 2010

.::Ensayos::. Abracadabra

A B R A C A D A B R A
A B R A C A D A B R
A B R A C A D A B
A B R A C A D A
A B R A C A D
A B R A C A
A B R A C
A B R A
A B R
A B
A

“En el principio era el verbo, y el verbo era con Dios, y el verbo era Dios.”

Juan 1:1

En torno a la palabra debe existir una verdadera mística, una emanación, algo inexplicable y totalmente sobrenatural que solamente nos permite intuir que hay una confluencia; una correspondencia universal para que al ser pronunciado el verbo, se convierta en potencia, represente un poder y una magia. Es la invocación de todo, o al menos, de casi todo lo existente. No seremos cabalistas, pero somos, en tanto somos humanos, unas criaturas susceptibles a la energía más grande que podemos reconocer e incluso cifrar de Dios: El Amor.

“Una de las indigencias de nuestros días es la que al amor se refiere. No es que no exista, sino que su existencia no halla lugar, acogida, en la propia mente y aun en la propia alma de quien es visitado por él… En el ilimitado espacio que, en apariencia, la mente de hoy abre a toda realidad, el amor tropieza con obstáculos, con barreras infinitas. Y ha de justificarse, y dar razones sin término, y ha resignarse por fin a ser confundido con la multitud de los sentimientos o de los instintos, si no acepta ese lugar oscuro de “la libido”, o ser tratado como una enfermedad secreta, de la que habría que librarse. La libertad, todas las libertades no parecen haberle servido de nada. La libertad de conciencia menos que ninguna, pues a medida que el hombre ha creído que su ser consistía en ser conciencia y nada más, el amor se ha ido encontrando sin “espacio vital” donde alentar, como pájaro asfixiado en el vacío de una libertad negativa.”1

1. María Zambrano - “El Hombre y lo Divino”. (1955) p.256

Así, encontramos que la palabra, el amor y lo místico podrían moverse por un mismo carril, un camino de la expresión y la elocuencia que, al menos para aquel que pretende aproximarse a su realización digna (porque somos humanos y es demasiada pretensión aspirar a una verdad absoluta, al conocimiento pleno o la palabra perfecta que nos describe Borges) sólo es un mero roce, un camino de resplandores saharauis por demás confusos que sólo nos permiten atisbar con teorías, planteamientos, sentimientos y cosas parecidas a las verdades. Con esto intento decir, que nuestras limitaciones terrestres llegan tan sólo hasta esa frontera que trasciende lo nocional conocida como amor. No podemos llegar a ser portadores de la omnipotencia sino a tener un dejo de divinidad que, por lo general, es manifestación de una carencia de modestia. Pero, a fin de cuentas, somos humanos, de modo que esa arrogancia también debe estar implícita en nuestra naturaleza. Hay demonios difíciles de controlar, pasiones que dominar, cosas que trascender pero jamás dejaremos de ser marionetas del amor. El amor cuando llega nos golpea, nos tumba, nos hace sangrar y padecer de un secreto placer (por el golpe). Se trata de la pasión: una curiosa mezcla de éxtasis, placer, angustia, fugacidad, ensoñación y gravitación mientras se permanece en el suelo.

De modo que llegando a esta resolución, sabremos que hay una pulsión patética natural en todos nosotros, la lógica es entonces la manera en que humildemente aliviamos nuestra herida, de esto proviene que se nos dé tan bien el gesto de la crítica.

En su ensayo, “Críticos y amantes” María Fernanda Palacios nos habla de una imposibilidad para acercarnos amorosamente a los textos, en cierta medida, esta es una imposibilidad autoimpuesta al amor. Los espacios para que esta condición de amante fluya están siendo cada vez más limitados y a causa de esta falta de fervor y pasión se está volviendo la relación con nuestra lengua tan insoportable como un matrimonio obligado, como sexo sin amor, o como las papas sin sal. María Fernanda Palacios en su ensayística nos ofrece toda una gastronomía y me parece adecuado porque cuando hablamos de nuestra lengua estamos hablando de nuestro sentido del gusto. ¿Qué está ocurriendo con estas palabras que dan gusto? Cómo es que al contemplar esa “comida” nuestra, nos estamos topando con el mismo banquete con que se topa, quizá, todos los días un prisionero. ¿Dónde recae la responsabilidad de esa pérdida de gusto? Podríamos pensar que esto se deriva de este fenómeno de dejar al amor sin espacio, tan relegado que no sea confesable, y nos estamos olvidando de que es un elixir tan beneficioso como es el agua y que nuestra pasión es a nuestras letras como son las especias y los condimentos a nuestra comida. Estamos perdiendo de vista el maridaje de nuestras letras.

Propongámonos el siguiente experimento: Primero, hagamos una pasta Vermicelli en casa; sin sal, sin aceite de oliva, sin mantequilla; sin nada. Luego, cuando esté al dente podremos colocar el contenido en un plato, preferiblemente muy hermoso y después acercaremos lo suficiente al plato como para ver eso y no más y nos dispondremos a contemplar la desnudez de la pasta. Después de someternos al escrutinio de estas bellezas filiformes por un margen de algunos minutos, veamos cuántos de nosotros querremos comerla, así, sin nada.

En gastronomía, existe una condición especial para la presentación de un plato: obligatoriamente todos los ingredientes deben ser comestibles. No hay lugar para plásticos, no existe el ornamento no degustable. De modo que, para que exista un embellecimiento del plato se debe aplicar mucha pasión, para experimentar con sabores diversos, distintos colores, infinidad de texturas; se entra en comunión con los aromas y se resaltan los sabores, se expone una combinación cuasi-perfecta que se supone que debería resultar reconfortante.

¿Por qué si no nos resignamos a quitarle a la comida venezolana su sabor (ají, limón, sal, ajo, tomate, cebolla, y cilantro), convivimos con estas letras tan insípidas? Si vamos a regodearnos en nuestra cotidianidad, nuestra televisión, nuestro transporte, con nuestra gente, si en cierto modo de eso se está alimentando nuestra vida, por qué la deficiencia de estos espacios que nos incitan al deleite de esa “sustancia adherente” que nos refiere María Fernanda Palacios de Lezama Lima. ¿A dónde hemos arrojado la resonancia de nuestra lengua?

No quisiera denotar demasiado el asunto de la crítica, creo que Borges ha hecho un excelente trabajo con su “Supersticiosa ética del lector” y Palacios lo refiere también en “Críticos y amantes”. El problema que se nos presenta con esa crítica de actitudes burlescas y sobrada arrogancia, es que ya se está extinguiendo la capacidad para abordar el texto sin mayores pretensiones, libre de esa búsqueda de “tecniquerías” de las que alguna vez habló Miguel de Unamuno. De modo que el remanente que nos queda, es un gesto; un gesto crítico, un gesto amable, un gesto amoroso. Un gesto que se debe entrelazar con el amor para que la exploración del texto de haga bajo la premisa de una cierta empatía que está perdiendo sus espacios, el gesto debe ser el de no violentar la pureza del texto, de alguna forma, esto representa no violentar nuestras conversaciones sino hacerlas agradables, nutritivas, con gusto.

Cuando hablamos de amor hablamos de un todo que no tiene fronteras, hablamos de cuerpo, de sabores, de saberes; de conocimiento. Un conocimiento del orden de Pathos, una especie de fe que radica en la mística y en lo sobrenatural. El amor es una especie de poder que conviene aprovechar. Los diversos embates del destino, que conforman nuestra experiencia nos harán eventualmente desarrollar un tipo de intuición especial para encaminarnos en la senda de la reivindicación de nuestras letras. Incorporar nuevos sabores a nuestra mesa verbal es un asunto de meditación y de entrega hacia la reflexión. Una adecuada atención a nuestra experiencia donde la modestia juega un papel fundamental, hace falta mucha humildad para poder continuar en el camino del aprendizaje de nuestra lengua. Debemos acondicionar un espacio para el reconocimiento de la belleza y para su invocación, ya que no es un asunto que pase de moda, sino más bien una cuestión que se ha ido atenuando en nuestras conversaciones, al punto donde la belleza de nuestros mitos occidentales se pierde de vista en el apabullante mundo de la cotidianidad que vivimos. Cada vez es menos permisible el llanto, y más nos administramos las sonrisas. Ya las “Medeas”, los “Edipos” y las “Antígonas” han quedado circunscritos a titulares de diarios de bajos fondos y a los más infortunados estratos sociales. Serán horribles sus realidades, pero eso nos señala un predominio ilógico de la razón sobre la pasión en la mayoría de los ciudadanos y en la mayoría de los entes a quienes corresponde la promoción de nuestras letras. Al visitar un barrio caraqueño nos preguntamos qué ocurre con esa gente que anda tan feliz, en tan hostiles ambientes bebiendo en las entradas de sus precarias casas, sonriendo, visitando y haciendo las preguntas que cada vez menos podemos escuchar: ¿Cómo te sientes? ¿Qué te pasa? Y hasta el ¿Cómo estás? de procedencia sincera que no aspira sino a tener una respuesta del corazón.

En las avenidas de nuestra ciudad, en nuestro metro y en nuestras plazas ya nadie nos sonríe, es más extraño el “¡Buenos días!” es más raro el gesto amable, no quedan muchos espacios para la efusividad y el frenesí; se prolifera el gesto adusto y la hiel en nuestros rostros porque cada día es más lejana la pasión: nuestra forma natural de amar. Nuestra esperanza estará entonces en esculpir estos momentos verbalmente inolvidables, para evitar que nuestro alimento único sea la dieta de nostalgia a que nos condena nuestro tiempo. Así creeremos en la belleza, en el amor y en la pasión aunque no siempre lo veamos a los ojos.

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